miércoles, 23 de abril de 2014

Charlas con músicos: Fede Cabral dice Sí


"Post Sancamaleón, Fede Cabral se mudó, construyó su propio estudio de grabación e hizo un disco que lo pinta como tipo de cuerpo entero: optimismo, baile, energía e introspección por partes iguales. Hace rato que aquél espíritu combativo de los primeros tiempos de su ex grupo se reconvirtió en la búsqueda de cosas simples, esas que terminan haciendo de la vida algo con un poco sentido (“todo lo que importa entra en una bolsa, todo lo demás me da igual”). , su debut solista, parece ser una de esas cosas".

Esta breve reseña de arriba fue escrita por mí el primer día de 2014, repasando los discos que más me habían gustado de 2013.
El encuentro con Fede se postergó, pero desde que salió el disco sabía que tendríamos nuestro momento para charlar de él. Buenos Aires y su caluroso enero nos cobijaron en el bar de la FM La Tribu (un día de 30 grados afuera y 60 grados adentro) para hablar un poco de y la nueva vida solista; y otro poco de los avatares del músico independiente y su relación con los medios. En esta vuelta, Fede nos cuenta la historia del disco, que comenzó mucho antes de su publicación. Que lo disfruten.

Entrevista: Santiago Segura y Federico Anzardi
Fotos: Victoria Schwindt


: UN TRABAJO INTEGRAL


Se puede decir que comienza con el último show de Sancamaleón, en La Trastienda. Al otro día, te mudaste de Capital a provincia, y en este tiempo construiste tu propio estudio y ahí mismo hiciste el disco. ¿Te animás a hacer una cronología de los hechos?
Bueno, en realidad no fue todo tan junto pero de alguna manera lo fui llevando a ese lugar. Viví en San Telmo 10 años, casi todo el período que duró Sancamaleón, que fueron 11 años. O sea, yo me mudé ahí y empezamos la banda con Diego [Fares, guitarrista del grupo]; y me fui y el grupo se disolvió.
Un barrio hermoso, que yo quise mucho y que tiene mucho que ver con la historia de Sancamaleón. Pero bueno, en un momento quizá me pasó -como le pasa a toda la gente- que vas creciendo, y la que es mi mujer hoy se vino a vivir a San Telmo conmigo y ya nos quedaba chico el lugar… Era un bulo, digamos (risas). Un bulo con mucha onda, un ambiente grande; ya era un quilombo todo porque yo también grababa ahí. Entonces empezamos a pensar la posibilidad de irnos para otro lugar y se fueron dando las fechas de una manera que quedaron justo: el show final de Sancamaleón y la mudanza.
Fue una presión muy grande. A mí siempre me gustó empezar cosas nuevas. No es que me arrepiento de Sancamaleón, pero sí tengo esa cosa de arrancar de cero que me gusta…

Y a la vez que te entusiasmás, es todo un laburo.
Me gusta y por otro lado digo “uh…”, porque las cosas tienen un desarrollo que lleva mucho tiempo.

¿Y la elección del lugar al que se mudaron fue algo azarosa o fue planeada? Te lo pregunto porque ustedes tocaban mucho por la zona norte de la provincia y te mudaste a Florida.
Sí, es verdad. Eso se dio porque se dio: tocábamos mucho por ahí y también íbamos mucho para el oeste, más para esas dos zonas que para zona sur. Éramos de ir a tocar mucho a los barrios del Gran Buenos Aires. Pero en el caso de la mudanza buscamos por ahí, es un lugar que me gusta mucho geográficamente porque tiene árboles muy lindos, pájaros... Hay mucha naturaleza. Y en general uno la piensa como una zona más bien aristocrática pero es todo más barato que en Capital, mucho más barata la comida, la frutería... Y como mi mujer tiene su familia por Tigre, y yo también tengo amigos, todo cerró perfecto.

¿Y lo del estudio cómo fue saliendo?
Me armé el estudio sin saber nada. Buscando tutoriales en internet y demás.

¿Hiciste todo vos?
Sí, muchas cosas con ayuda. Con mucha ayuda. Y tuve una suerte enorme: una amiga decoradora de interiores me consiguió todos los paneles acústicos. Le dijeron de hacer una casa nueva y le pidieron que desarme un cuarto, “sacá todo lo que hay, está lleno de cosas”. Y bueno, era un estudio: sacó todos los paneles que estaban atornillados en madera, se acordó de mí y me avisó. “Tengo unas cosas que quizá te interesen...”.


¿Te los consiguió gratis?
Sí, me los regaló, ¡porque los iban a tirar! Además de ser un montón de plata, tenían casi la medida perfecta para mi estudio. Yo cuando vi eso me puse a llorar, literalmente, pensé  que el destino me estaba tirando buena onda. Fue un guiño.
Después, mucha gente me fue ayudando: la instalación eléctrica no la hice yo, vino a hacerla un electricista y yo le iba preguntando cosas para hacer algunas yo. No tengo facilidad para todo pero podía ponerme a atornillar cosas, ver cómo pegar una alfombra, aprender a usar el taladro...

¿Y de acústica sabías algo?
No. Y tampoco es perfecto el estudio, es para que grabe yo, es chiquito. Se banca, con mucha suerte, que puedas grabar una bata, pero mínima. Lo único que no se grabó ahí fueron unas guitarras eléctricas del tema Okinawa, y un piano de cola que tenían los padres de una amiga de mi mujer en su casa, fui con mi compu y ya, lo grabé ahí.

¿En cuánto creés que tiene que ver con el resultado final del disco todo ese proceso previo? Todo lo que decías de la naturaleza, los pájaros...
Tiene que ver, absolutamente. ¡Para un tema grabé un loro! A veces dejaba un micrófono en el jardín de casa, para cuando se venía una tormenta, o a la mañana. En el verano estaban todas las chicharras… Capaz dejaba los micrófonos grabando una hora, y cuando me ponía a escuchar aparecían cosas. Flasheé mucho con los sonidos, porque en algún punto terminás armándote de un banco de sonidos: son como colores para pintar. Lo que hacía yo era programar todo digitalmente, pero si vos hacés todo digitalmente (con el banco de sonidos de un programa como el Reason, ponele) va a sonar a otro montón de discos hechos de esa manera. Entonces yo armaba electrónicamente y después reemplazaba tambores, ponele. Fue algo hecho con sonidos más propios, pero están hechos con mucho amor.

Hiciste una combinación de sonidos naturales con sonidos procesados. ¿Te metiste un poco con la música concreta / contemporánea?
Sí, exactamente. Flasheé y pasé de la situación de ser el cantante de rock de una banda a estar con auriculares escuchando cómo se abre y se cierra una puerta y el sonido que produce. Busqué suplir la ausencia de una banda con ciertos sonidos. Y lo pensaba como un disco medio experimental, pero escuchándolo no es eso, aunque tiene algunos destellos.

Lo que tiene es que suena muy natural, aunque tenga muchos componentes electrónicos y procesados. Las canciones conservan una naturaleza, ¿le encontrás una razón a eso? 
Creo que es por cómo está grabado. Tiene mucho trabajo de edición, incluso en las formas. Hay temas que me costaron mucho, y fijate que son temas cortos. Es un disco de canciones cortas.


¿Coincidís que eso llega por una evolución en tu música que viene desde Sancamaleón, que fue de una vertiente más rockera en sus principios hacia otra más cercana a la canción, y que tiene su conexión más electrónica y despojada en el disco de La Peña Pop [el proyecto que Fede compartió con Goy Ogalde, Manuel Espinosa, Charlie Desidney y Carlos Martín]?
Sí, es verdad. El disco de La Peña Pop tiene mucho que ver con este disco, coincido. Sobre todo por ese color acústico que tiene. En ese disco aprendí a hacer algo chiquitito y a la vez -si bien parece un disco súper despojado y lo es- a trabajar mucho con la edición. Tiene mucha edición, de decir “subámosle el tempo a esta canción”... Es como trasplantar un riñón, que se puede morir el flaco (risas). O sale bien...

O arruinás la canción.
Todo. Puede pasar todo el tiempo. También tiene eso de pintar y dejar todo ahí pintado, entre comillas. Jugar.

Y eso me pareció que lo estás llevando al vivo también, en lo que refiere a tocar con pistas, combinando lo electrónico con el pulso de un baterista tocando en vivo; y utilizando una cantidad importante de pedales. 
Sí, es cierto. Presenté el disco en quinteto, he tocado mucho en trío, pero también en dúo con el baterista y solo. Y me gusta mucho tocar solo también, con pistas, capaz algún tema con bombo en negras; o sampleando partes instrumentales. En Sólo quiero bailar, por ejemplo, loopeo el riff de la introducción para después tocar arriba.

Se vuelve un arma de doble filo, porque pisás el pedal un segundo más tarde y tenés que reacomodarte y seguirlo. Aunque a veces está bueno que se corra un poco...
Sí, es algo que me gusta de eso, que se vaya un poco lo programado y tener que correrlo. A mí siempre me gustó Juana Molina, y veía shows de ella en el año 2005, tocando sola, y pensaba “¡esta mina está loca!” (risas). Es muy especial, me gusta mucho. También Lisandro Aristimuño trabaja mucho así, veía videos de él tocando por el Interior y haciendo eso y pensaba, “¡qué bueno!”.
Además, es un sistema que te sirve para tocar solo. Porque ése es todo un tema con las bandas. Imaginate con Sancamaleón: no podíamos ir tres a tocar por el Interior, no era la banda si no estábamos todos. Y ahora, fui al Norte solo y la gente flasheó.
Mi ideal es tocar con banda, con tecnología y con banda. Me encanta poner un loop y que el batero esté tocando arriba, siguiéndolo. Y ese corrimiento que hay... me atrae mucho.
A veces extraño la cosa de banda, me da nostalgia, obviamente. Pero estoy contento tocando así. Y ponerle el nombre de uno a un proyecto es eso: decir que sos vos.

* Fede Cabral se presenta este sábado 26 de abril en La Oreja Negra, Uriarte 1271 (entre Córdoba y Niceto Vega, Palermo).
21 horas puntual. Entrada: $50, sólo en puerta.

martes, 8 de abril de 2014

Yo también fui al Lollapalooza: día 2


Después de un primer día agitado y con muy buenos shows -obviemos a Julian Casablancas, por favor-, la segunda jornada del Lollapalooza argentino nos movilizaba más temprano que el día anterior, feriado fatídico y triste del 2 de abril mediante. La oferta del día parecía en la previa más jugosa en cuanto a clásicos de la alternatividad (y no tanto): a lo largo de la fecha se presentaban Johnny Marr, Pixies, Soundgarden y Red Hot Chili Peppers, gente de amplia y reconocida trayectoria.

Llegamos al hipódromo de San Isidro a las dos menos diez de la tarde, para atender al único grupo argentino que veríamos en ambos días: los platenses El Mató a un Policía Motorizado. A la misma hora tocaba Savages, un grupo de -claro- salvajes jovenzuelas que me recuerda al Patti Smith Group + PJ Harvey: estuve tentado de repartirme entre el Main Stage 2, donde tocaba El Mató, y el escenario Alternative, pero finalmente ganó la potencia nacional de los de Santiago Motorizado. El Chango se bancó estoicamente la presentación y debió cantar buena parte del show sentado: se rompió el tendón de Aquiles jugando al fútbol (¡rock chabón!).

Por momentos, al cantante le costaba contenerse y se paraba. Cuando pidió disculpas por estar tocando en esas condiciones -“me rompí todo”-, se ganó la ovación del numeroso público que contaba a los miembros de Pez entre sus presentes. (Graciosísimo Ariel Minimal cantando El día del huracán junto a su pequeña hija, probablemente motivado por su amor futbolero).

El show estuvo basado en Día de los muertos y La dinastía Scorpio, los dos últimos discos del grupo. Pero fue Chica rutera, desde Un millón de euros, la que encendió la chispa: por la polvareda y el estruendo que levantó debería llamarse Seis palabras son suficientes a la hora de rockear. Mi próximo movimiento ya es un hit del underground y significó el cierre, ovación mediante.


Pasados El Mató y Savages, la oferta en escena era más bien poca. Tan solo la presencia de Jovanotti más algún DJquenonosinteresaba en el Perry Stage. Ese momento vino bien para comer -otro de los grandes momentos del festival: una bondiola que valió cada centavo- pero al rato hubo oferta doble, nuevamente confrontando propuestas de aquí y allá: en un escenario Pez, en el otro Johnny Marr.

Resulta polémico, siendo buenos, que se deje un vacío de una hora sin contraponer shows convocantes para que luego se crucen dos grupos que mucha gente quiere ver, en un caso comparable -en menor escala- a lo que pasó en la primera fecha con las presentaciones de NIN y New Order. Lamentamos perdernos el show de nuestros queridos Pez: lo que era un acto de justicia (su merecida presencia en la grilla de un festival convocante) devino en desazón para muchos, supongo que empezando por ellos mismos (ponerlos en simultáneo con un histórico que toca en el país por primera vez se asemejó bastante a un chiste de mal gusto). Deberían haber sido la contraoferta en la hora al pedo de Jovanotti.

Y sí, nos inclinamos por Johnny Marr: el pendeviejo más cool del planeta la rompió. Y hay varias observaciones para hacer respecto de su presencia en el festival: a) Parece mucho, pero mucho más joven de lo que es; b) Canta los temas de los Smiths igual (o casi) que Morrissey. Estamos ante otro caso de sincronía vocal (John-Paul; Spinetta-Del Guercio; Calamaro-Roth; Beilinson-Solari), esos en los que uno nota que los músicos amigos, o quienes lo fueron alguna vez, hablan parecido y cantan igual; c) Es diez veces más simpático que Morrissey: agradece constantemente al público (“good-looking people”), intercala Smiths con más ganas que Mozz y le dedica una canción a Agüero, su ídolo del City; d) Toca un cover encendido de I fought the law y cierra con soberbias versiones de How son is now? y There is a light that never goes out, uno de los grandes momentos de todo el festival. Tanto, que mientras hace corear a la gente la coda del tema, del cielo totalmente nublado asoma un insólito rayo de sol; e) Tiene el peor corte de pelo de la historia del rock. Johnny Villano.
Gracias por todo, crack.


Después de Marr, llegó el momento de sentarse sobre el pasto mojado del predio. Era el turno de la hermosa Ellie Goulding y su chicle pop dietético. Sí, es muy linda, por momentos la agita tocando la percusión, canta bien y es noble. Pero no pasa mucho más que eso, excepto cuando queda casi desnuda. Que su show transcurriera luego del de Marr en la grilla no motivó la devolución del dinero a los espectadores por parte de Fénix, la empresa organizadora. Al menos descansamos un rato.

Cuando inició el show de Vampire Weekend, era notable el incremento de público comparado a la fecha anterior. No daban las seis y el predio ya empezaba a colmarse, mientras la gente se agolpaba frente al escenario donde el cuarteto neoyorkino daría un show que no cumplió ni de cerca las expectativas: la banda pechofrío del festival. Todo demasiado prolijito y delicado, al límite de lo exasperante.

La sofisticación de los discos es harto sofisticada en el vivo, y hace aparecer baches enormes en el intercambio instrumental. Es cierto que en sus álbumes no hay mucho relleno, tan cierto como que en el vivo deberían sumar músicos que engrosen su propuesta escueta: música sin proteínas. De paso, a los músicos invitados podrían sumarles enfermeros que le inyecten un poco de sangre en las venas a Ezra Koenig, un artista de lo inmóvil.
Decepcionante show. Tanto que nos fuimos a pasear por el predio para encontrar amigos perdidos, mientras AFI versionaba a The Cure (Just like Heaven) en el escenario alternativo.

Y vinieron los Pixies, en esta remozada versión con la compatriota -aunque dicen que apenas si recuerda algunas palabras en castellano- Paz Lenchantin en lugar de la histórica Kim Deal. La primera impresión no bien arrancado el set se corroboró a lo largo del show: Lenchantin se la recontra bancó, le puso sonrisa y onda a un escenario de rostros y acordes distorsionados. El Diego, Messi, El Papa, Máxima y Paz Lenchantin. En tu cara, brasileño.

La evolución del show fue del sonido más podrido del grupo, el afamado, imitado y caótico suave-fuerte-suave -que desató una ráfaga de 10 temas uno tras otro en sólo media hora-, a la cara más amigable de Black Francis y los suyos, sin tanto noise y de esencia cancionera. Entre Wave of mutilation y Monkey gone to Heaven -con las soberbias e inenarrables Hey y Caribou en el medio; gracias gordo- está el background sonoro de la banda, que va de las guitarras ultranoise de Joey Santiago a las acústicas de Francis. Todo suena y se resuelve con esa naturalidad mugrienta. El de Pixies debe haber sido de los shows con el sonido más ajustado a las necesidades de las canciones, inclusive las nuevitas (Greens and blues, Magdalena), que pasaron con dignidad el test.

Sólo una cosa les vamos a reprochar, mis queridos: el show venía rumbeado perfecto para cerrar con Here comes your man. Sé que es un capricho y que no les importan los hits (bueno, es lo único que tienen parecido a eso) pero tenían que tocarlo.


Se acercaba el final y las alternativas eran dos: Soundgarden o el crédito local, Illya Kuryaki and the Valderramas. Otra vez, y teniendo en cuenta que a los yanquis no los iría a ver si vinieran solos, me concentré en el show de los de Cornell y descarté al dúo Horvilleur-Spinetta (apreciado en otras oportunidades). El me concentré es un decir: tras el final de Pixies, el reencuentro en un punto intermedio con mis compañías nos dejó a todos bastante lejos del escenario. Mal perfilados y con el sonido algo difuso por la ubicación.

Si a esto le sumamos la decisión de Soundgarden de tocar Black hole sun y Spoonman al comienzo del set y nuestro cansancio acumulado, la resultante es obvia: reculamos los pasos que nos acercaban al tablado para descansar. No juzgaré severamente lo que hicieron los de Seattle, aunque a lo lejos sonaba monótono y creo que me hubiera divertido más con IKV. (Ojo, el show fue muy elogiado por los que pudieron verlo y escucharlo mejor).

***

Queremos a los Chili Peppers. En Argentina juegan de locales hace muchos años, y se nota. El marco es muy superior al del día anterior y no hay espacio para moverse mucho. Los turistas se mezclan entre la multitud de gente que muestra una mescolanza más nacional & popular que el martes (tampoco para tanto).

Tenía 15 cuando los vi en el estadio de Vélez, un día de lluvia despiadada del verano de 2001. Famosos por su desprolijidad en vivo, aquella vez llegaban con Californication a cuestas y con su formación más clásica. Ahora, todos mis acompañantes ansiaban verlos y yo estaba más para irme. Los cargué toda la tarde con el “yo ya los vi, y los vi con el genio de Frusciante”, “ahora ya están viejos” y demás chicanas exageradas. Porque a la hora de enumerar shows favoritos, ése, con el paso de los años, no asomaba en mi lista de memorables ni por casualidad.

Pero los Red Hot Chili Peppers me demostraron que estaba equivocado, desde el comienzo. Sonaron como Gran Grupo de Estadios y desplegaron una energía en escena que ninguna banda del festival peló, amparados por un complemento visual y lumínico notable. Los cuatro monos bailarines de siempre.

Bah, los cuatro monos de siempre no: los ojos del soberano miraron con desconfianza al “nuevo”, Josh Klinghoffer. Y Klinghoffer pasó el examen con solvencia, sin ser un guitar hero chispeante ni un émulo de John Frusciante. Logra complementarse perfecto al sonido de la banda, a la base de Chad Smith y Flea, que esta vez sonó descomunal. Muchísimo mejor que doce años atrás.


La lista comenzó con un viejazo -¡The power of e-qua-li-ty!- y fue adentrándose en distintas épocas del grupo: impresiona la cantidad de canciones híperconocidas que tienen, muchas que había olvidado por no escucharlos en años. Además, se dieron el gusto de enganchar algún cover juguetón en el que el bajista pasó a la voz por un rato (Why don’t you love me, de Hank Williams).

Los temas de I’m with you y Stadium arcadium (a mi gusto, su disco más flojo) se acoplaron perfecto con perlas de antaño como Otherside o la siempre conmovedora Under the bridge. En ambas piezas, el canto del público casi tapa al por siempre joven Anthony Kiedis. El consenso absoluto se las dejó picando a los Red Hot, que zaparon entre tema y tema, improvisando separadores que derivaban luego en la siguiente canción de la lista. Leí varias quejas al respecto de gente que prefería “más canciones en vez de esas cosas en el medio”...

El show completo se me hizo tan placentero que sentí que, como todo lo bueno (cualquier libro de Nick Hornby, un gol de Vietto, los fines de semana largos, Marquee moon, una cerveza fresca en verano), se esfumaba demasiado rápido. Tras If you have to ask y Give it away, los muchachos saludaron medio apurados y agradecieron con la emoción demagoga de siempre (ojo, estos vinieron en 2002 cuando no venía ni Locomía). En especial Flea, que llevó hasta las últimas consecuencias su castellano querible y expresó algo así como que “No alcanzaban las palabras”.
Esta vez se redimieron de las desprolijidades pasadas.

Yo, que los vi con el pecho de Frusciante, les digo que esta vuelta fue mejor. Y ahora los quiero de nuevo.

***

A modo de conclusión: esta primera edición del Lollapalooza es, probablemente, el festival mejor realizado en el país a la fecha, al menos de los últimos diez años en que proliferaron los festivales de rock esponsoreados por grandes marcas. Es menester que sea rock aclarar que en la Argentina los festivales siempre se organizaron dándole la espalda al público, cagándose en la seguridad y el disfrute de la gente, con poca plata invertida en luces, sonido e infraestructura en general. No era tarea difícil igualar y superar lo previo, tampoco.

Y aún quedan cosas por corregir -la salida del segundo día fue algo más caótica; las bandas argentinas fueron puestas al mismo horario que números estelares del extranjero o muy temprano; el agua debió tener un precio más accesible, en Chile se da gratis- pero, con todo eso a cuestas, hay que decir que lo pasamos muy bien. Si quieren volver el año que viene con Wilco, Belle and Sebastian, The Decemberists, Fleet Foxes, Alabama Shakes, Black Keys y Dirty Projectors, están invitados.

[Todas las fotos gentileza de Anabella Nolasco; excepto Black Francis (Pixies) por Tomás Correa Arce].

sábado, 5 de abril de 2014

Yo también fui al Lollapalooza: día 1


Y sí. Mucho se habló del festival de rock independiente e itinerante más grande del mundo (?). A los argentinos nos resultaba extraño que otros países de la región, en teoría sin tanto rock encima como nosotros (bueno, no disimulemos: estamos hablando de Chile) tuvieran su edición del festival y aquí se lo mirara de lejos, como si nunca pudiéramos organizar algo de manera decente. Es que, de veras, en lo que a grandes festivales se refiere, parecía que en Argentina nunca estaban dadas las condiciones para hacer un evento como el que se llevó a cabo el 1º y el 2 de abril en el Hipódromo de San Isidro. Era cuestión de poner unos mangos más, queridos empresarios.

Yendo a lo organizativo, el lugar resultó ideal para desarrollar un festejo de estas características. Cuatro escenarios, infinidad de puestos de comida (los precios no eran taaan exorbitantes, digámoslo, a excepción del agua a 30 pesos: muchachos, en jornadas de festival que duran doce horas tienen que ponerla a 10 pesos, no jodan) y el infaltable ecologismo chic. Sin olvidarnos del no muy concurrido espacio para niños Kidzapalooza y la peluquería (supongo que gratuita) que generó una cola de gente superior incluso a la que se formaba en varios de los emprendimientos gastronómicos. Pregunta para los organizadores: ¿por qué no había un puesto en el que se vendieran discos? ¿Por qué no el agua gratuita que sí repartieron en Chile?

Si la lluvia hubiese concretado, lo de lugar ideal pasaría a ser una afirmación más discutible: al ser un espacio verde, el hipódromo presentaba su campo algo embarrado por una lluvia de días atrás. A la vez, resulta complejo pensar un lugar alternativo a éste para semejante montaje escénico: en ese sentido les doy el OK.

En cuanto al público, es hora de reconocerlo: cierto rock, o bien ciertos eventos-a-los-que-no-se-puede-faltar, son a esta altura exclusividad de la clase media-alta. Aunque inicialmente los abonos al festival no eran tan costosos -más si tenemos en cuenta la cantidad de grupos que tocaban-, parece que hay eventos hechos para los que tienen mayor poder adquisitivo: la clase media-baja tiene, virtualmente, las puertas cerradas. El desfile de damas y caballeros sobreproducidos, algunos ridículos al extremo de disfrazarse de hippies, era un poco gracioso y otro poco patético. Pero aunque este formato de festival multitudinario haya mutado en esos "eventos a los que hay que ir", en Lollapalooza primó la música.

DÍA 1: PROMESAS CUMPLIDAS, BOCHORNO Y TRANSICIÓN

Tras la entrega de una pulsera que en principio debía acreditar el abono para los dos días del festival pero en verdad no tenía validez (había que llevar la entrada ambos días, aunque el ticket nunca fue cortado por los organizadores; vamos a ser buenos y no especular al respecto) y luego de una extensa caminata por las calles del hipódromo, llegamos con el tiempo justo para el primer show que generaba gran expectativa, al menos para mí: el del niño Jake Bugg.

Cuatro en punto salió a escena y un poco que nos miramos entre todos: ¡¿esa pulga vestida enteramente de negro es el que canta así en los discos?! Parecía un Justin Bieber cualquiera y para colmo contaba con un grupo de fanáticas chillonas como el otro JB. Pero se colgó la guitarra -arrancó con la acústica y luego se pasó a las eléctricas-, peló su arsenal de hits y, de pronto, le vimos bien las ojeras de noche larga, la cara de pillo y las uñas de guitarrero. (¡Cómo toca el pendejo! De hecho ni necesita otro guitarrista, se abastece solo). Entre Noel Gallagher y Alex Turner, Bugg resulta un frontman que con pocos gestos hace gritar a todas, solea con una solvencia de viejo y un gran sonido y terminás pensando que es un pesado, en el sentido más saludablemente rockero de la palabra. Estimo, en unos 7 u 8 años saldrá su cara en los periódicos con la noticia de que asesinó a su novia.

Primer show, primer gran show: este pendejo es la gran esperanza del rock and roll. No tiene una sola canción mala y en vivo se mete a la gente en el bolsillo tras un rato; puede pasar de baladas folk a arrebatos cuasi sabbathianos, todo con la misma expresión de “qué me importa”. Aplauso cerrado.


Del escenario alternativo nos movilizamos al principal -que estaba al lado-, para ver el que sería sin lugar a dudas el peor show del festival, y uno de los peores que podés ver en tu vida, joven argentino y del mundo: el de un pomelístico e inentendible Julian Casablancas. Lo peor de todo -sepan disculpar que la palabra peor se repita tanto en el párrafo- es que Julian y su banda buscaron, claramente, sonar así de mal: todo a un nivel de saturación insoportable, empezando por la voz del cantor. Sabemos de su gusto por cantar procesado, pero entre el enmascaramiento de My Bloody Valentine y que parezcas el Pato Donald borracho hay un abismo. Su "show" fue una exageración de hard rock y volumen que derivó en la nada misma: mejor vayamos a recorrer el predio porque este muchacho está sacado y dando lástima.

Cuando ya estábamos a kilómetros del escenario, escuchamos Reptilia (sí, claro, la de los Strokes) pero no valía la pena meter marcha atrás a un show que ni así tenía retorno. En las primeros dos presentaciones, entonces: de lo mejor y lo más flojo.

El siguiente show tenía que desempatar y entre Imagine Dragons y Lorde elegimos a la niña neozelandesa. Con un solo disco y diecisiete años a cuestas, como Jake Bugg, cuenta con su coro de ángeles púber que, tema tras tema, chilla y ovaciona. Impresiona lo claro que tiene su lugar en escena una piba tan joven: casi que sola -acompañada por un baterista y un teclista idéntico al Fito Páez de los ’80 que, por lógica instrumental no se mueven de sus respectivos lugares-, se encarga de pintar de negro como su vestido volador (el viento comenzaba a bailar más fuerte) a las canciones frías y oscuras que componen su álbum debut, Pure heroine.

En sus gestos combina el costado más creepie de Björk con la dulzura de Regina Spektor, y por lo menos a mí me compra sobremanera. El hit Royals termina de avivar el fuego de un show que inclina la balanza hacia El Eje del Bien: hasta nos bancamos casi 10 minutos de parloteo en los que Lorde explicó una canción. Aprobadísima.

Y si Lorde pasó la prueba con creces, lo de Phoenix fue la (mi) gran revelación del festival y uno de los shows del año. La previa me hacía pensar en un combo inclinado al electropop insulso, pero mis prejuicios fueron completamente derribados desde el comienzo: onda, potencia (¡esos bajos directo al pecho, ese dúo percusivo salvaje!) y un frontman, Thomas Mars, que se devoró el escenario y se compró a la gente al toque.

Los parisinos aportaron una paleta de sonidos multicolores y un factor sorpresa en cada canción, lo que renovó la energía del show constantemente. Nunca aburrieron. Al momento no escuché ninguno de sus discos enteros, ahora acudiré voraz y arrepentido, por todo. Mientras los disfrutaba de principio a fin, una pregunta rondó mi cabeza: ¿por qué, si leí tantas crónicas elogiosas en su momento, nunca descargué Wolfgang Amadeus Phoenix?


Las 8 y media de la noche era el horario de la disyuntiva mayor: ¿Nine Inch Nails o New Order? Mi idea inicial era ver el comienzo de los de Reznor y el final de los ingleses, pero los hits y las ganas de escuchar temas de Joy Division inclinaron la balanza para lo que fue un show desparejo de los mancunianos. En el debe: la lista de temas con los hits mal intercalados; algunos momentos soporíferos, demasiado extensos (586 en especial); y una insólita puesta visual. ¡Apuesto que esos videos son los mismos que usaban hace 30 años! Sino no se puede creer la pobreza estética de lo proyectado, irrisorio para una banda con semejante trayectoria. El que lo vio, podrá comprender esta mención especial a un aspecto extra musical: parecían videos de cumpleaños de 15.

A favor, debo decir que New Order logró una potencia que no esperaba de ellos. Además, los hits mencionados no dejan de ser inapelables; y las revisiones de Joy Division dieron la talla por completo: primero Isolation y para los bises, mientras el 80 por ciento del público se iba (¡ilusos!), grandes versiones de Atmosphere (tétrica y hermosa, de las mejores piezas en toda la noche) y la infaltable Love will tear us apart.
Llegaba el cierre con Arcade Fire. Les tenía toda la fe más allá de que su último disco, Reflektor, aún no me satisface del todo. No sé si es un disco de lenta digestión o sencillamente no lo tragaré nunca; además de que se aleja del dramatismo que presentan los otros tres álbumes.

Y me quedé un poquito con las ganas, nomás: el show estuvo bien hasta ahí. Quizá el problema fue justamente ése, que Reflektor se erigió como el eje de la noche y sentí que el ejercicio tribal del disco, ese costado afrolatino que reemplaza la épica de los álbumes anteriores, aún no llegó a calentar el motor del todo. Recién en Here comes the night time -el anteúltimo tema de la lista- pareció que la polenta rítmica levantaba vuelo, que el bajo tenía otra consistencia y la cosa se encendía; antes, los percusionistas fueron más un elemento decorativo y coreográfico que otra cosa, con poca presencia en el sonido global del grupo, que además fue poco potente en líneas generales.

El trabajo vocal sí me resultó bien explotado, y ahí más que Win Butler -un frontman raro, bastante parco- la estrella de la noche fue la dama, Régine Chassagne. Dieron ganas de escucharla cantar In the back seat. Será la próxima.


Las dos canciones de Neon bible, el disco que menos exploraron, fueron de lo mejor de la noche: quizá allí estuvo el costado más de estadio de una banda que está haciendo la transición de una música teatral y sofisticada al rock de masas. Keep the car running y, en especial, No cars go mostraron un grupo más suelto y fuerte. Si Neighboorhood #3 levantó y rockeó el comienzo del show, The suburbs (la canción) fue una pena, por el bajo volumen y la interpretación excesivamente lánguida y lenta, sin la candidez de pub de la original.

El final con la bowieana Wake up, tan anunciado como emotivo, redimió algunos de los momentos desparejos. Una belleza que parece compuesta para ser cantada por millones de voces. El saludo general y la despedida pedían otro bis, pero a lo largo del festival comprobaríamos que los horarios en el Lollapalooza se cumplen a rajatabla. Los bises no se extenderían siquiera en las bandas que cerraban cada fecha.
Dio ternura el saludo final del Will Butler, el hermano de Win, agradeciendo en reiteradas ocasiones a un público que no pareció tan encendido como para recibir semejante demostración de alegría.

En fin: puede que los hayamos agarrado a mitad de camino. Pero los espero pronto, para ver cómo sigue la trama. Iremos por la revancha: aquí, a lo sumo, ganaron por puntos.

[Fotos: salida de la gente por Fede Cabral; Jake Bugg por Diego Fioravanti; Thomas Mars (Phoenix) por Anabella Nolasco; y Arcade Fire por Tomás Correa Arce].