sábado, 5 de abril de 2014

Yo también fui al Lollapalooza: día 1


Y sí. Mucho se habló del festival de rock independiente e itinerante más grande del mundo (?). A los argentinos nos resultaba extraño que otros países de la región, en teoría sin tanto rock encima como nosotros (bueno, no disimulemos: estamos hablando de Chile) tuvieran su edición del festival y aquí se lo mirara de lejos, como si nunca pudiéramos organizar algo de manera decente. Es que, de veras, en lo que a grandes festivales se refiere, parecía que en Argentina nunca estaban dadas las condiciones para hacer un evento como el que se llevó a cabo el 1º y el 2 de abril en el Hipódromo de San Isidro. Era cuestión de poner unos mangos más, queridos empresarios.

Yendo a lo organizativo, el lugar resultó ideal para desarrollar un festejo de estas características. Cuatro escenarios, infinidad de puestos de comida (los precios no eran taaan exorbitantes, digámoslo, a excepción del agua a 30 pesos: muchachos, en jornadas de festival que duran doce horas tienen que ponerla a 10 pesos, no jodan) y el infaltable ecologismo chic. Sin olvidarnos del no muy concurrido espacio para niños Kidzapalooza y la peluquería (supongo que gratuita) que generó una cola de gente superior incluso a la que se formaba en varios de los emprendimientos gastronómicos. Pregunta para los organizadores: ¿por qué no había un puesto en el que se vendieran discos? ¿Por qué no el agua gratuita que sí repartieron en Chile?

Si la lluvia hubiese concretado, lo de lugar ideal pasaría a ser una afirmación más discutible: al ser un espacio verde, el hipódromo presentaba su campo algo embarrado por una lluvia de días atrás. A la vez, resulta complejo pensar un lugar alternativo a éste para semejante montaje escénico: en ese sentido les doy el OK.

En cuanto al público, es hora de reconocerlo: cierto rock, o bien ciertos eventos-a-los-que-no-se-puede-faltar, son a esta altura exclusividad de la clase media-alta. Aunque inicialmente los abonos al festival no eran tan costosos -más si tenemos en cuenta la cantidad de grupos que tocaban-, parece que hay eventos hechos para los que tienen mayor poder adquisitivo: la clase media-baja tiene, virtualmente, las puertas cerradas. El desfile de damas y caballeros sobreproducidos, algunos ridículos al extremo de disfrazarse de hippies, era un poco gracioso y otro poco patético. Pero aunque este formato de festival multitudinario haya mutado en esos "eventos a los que hay que ir", en Lollapalooza primó la música.

DÍA 1: PROMESAS CUMPLIDAS, BOCHORNO Y TRANSICIÓN

Tras la entrega de una pulsera que en principio debía acreditar el abono para los dos días del festival pero en verdad no tenía validez (había que llevar la entrada ambos días, aunque el ticket nunca fue cortado por los organizadores; vamos a ser buenos y no especular al respecto) y luego de una extensa caminata por las calles del hipódromo, llegamos con el tiempo justo para el primer show que generaba gran expectativa, al menos para mí: el del niño Jake Bugg.

Cuatro en punto salió a escena y un poco que nos miramos entre todos: ¡¿esa pulga vestida enteramente de negro es el que canta así en los discos?! Parecía un Justin Bieber cualquiera y para colmo contaba con un grupo de fanáticas chillonas como el otro JB. Pero se colgó la guitarra -arrancó con la acústica y luego se pasó a las eléctricas-, peló su arsenal de hits y, de pronto, le vimos bien las ojeras de noche larga, la cara de pillo y las uñas de guitarrero. (¡Cómo toca el pendejo! De hecho ni necesita otro guitarrista, se abastece solo). Entre Noel Gallagher y Alex Turner, Bugg resulta un frontman que con pocos gestos hace gritar a todas, solea con una solvencia de viejo y un gran sonido y terminás pensando que es un pesado, en el sentido más saludablemente rockero de la palabra. Estimo, en unos 7 u 8 años saldrá su cara en los periódicos con la noticia de que asesinó a su novia.

Primer show, primer gran show: este pendejo es la gran esperanza del rock and roll. No tiene una sola canción mala y en vivo se mete a la gente en el bolsillo tras un rato; puede pasar de baladas folk a arrebatos cuasi sabbathianos, todo con la misma expresión de “qué me importa”. Aplauso cerrado.


Del escenario alternativo nos movilizamos al principal -que estaba al lado-, para ver el que sería sin lugar a dudas el peor show del festival, y uno de los peores que podés ver en tu vida, joven argentino y del mundo: el de un pomelístico e inentendible Julian Casablancas. Lo peor de todo -sepan disculpar que la palabra peor se repita tanto en el párrafo- es que Julian y su banda buscaron, claramente, sonar así de mal: todo a un nivel de saturación insoportable, empezando por la voz del cantor. Sabemos de su gusto por cantar procesado, pero entre el enmascaramiento de My Bloody Valentine y que parezcas el Pato Donald borracho hay un abismo. Su "show" fue una exageración de hard rock y volumen que derivó en la nada misma: mejor vayamos a recorrer el predio porque este muchacho está sacado y dando lástima.

Cuando ya estábamos a kilómetros del escenario, escuchamos Reptilia (sí, claro, la de los Strokes) pero no valía la pena meter marcha atrás a un show que ni así tenía retorno. En las primeros dos presentaciones, entonces: de lo mejor y lo más flojo.

El siguiente show tenía que desempatar y entre Imagine Dragons y Lorde elegimos a la niña neozelandesa. Con un solo disco y diecisiete años a cuestas, como Jake Bugg, cuenta con su coro de ángeles púber que, tema tras tema, chilla y ovaciona. Impresiona lo claro que tiene su lugar en escena una piba tan joven: casi que sola -acompañada por un baterista y un teclista idéntico al Fito Páez de los ’80 que, por lógica instrumental no se mueven de sus respectivos lugares-, se encarga de pintar de negro como su vestido volador (el viento comenzaba a bailar más fuerte) a las canciones frías y oscuras que componen su álbum debut, Pure heroine.

En sus gestos combina el costado más creepie de Björk con la dulzura de Regina Spektor, y por lo menos a mí me compra sobremanera. El hit Royals termina de avivar el fuego de un show que inclina la balanza hacia El Eje del Bien: hasta nos bancamos casi 10 minutos de parloteo en los que Lorde explicó una canción. Aprobadísima.

Y si Lorde pasó la prueba con creces, lo de Phoenix fue la (mi) gran revelación del festival y uno de los shows del año. La previa me hacía pensar en un combo inclinado al electropop insulso, pero mis prejuicios fueron completamente derribados desde el comienzo: onda, potencia (¡esos bajos directo al pecho, ese dúo percusivo salvaje!) y un frontman, Thomas Mars, que se devoró el escenario y se compró a la gente al toque.

Los parisinos aportaron una paleta de sonidos multicolores y un factor sorpresa en cada canción, lo que renovó la energía del show constantemente. Nunca aburrieron. Al momento no escuché ninguno de sus discos enteros, ahora acudiré voraz y arrepentido, por todo. Mientras los disfrutaba de principio a fin, una pregunta rondó mi cabeza: ¿por qué, si leí tantas crónicas elogiosas en su momento, nunca descargué Wolfgang Amadeus Phoenix?


Las 8 y media de la noche era el horario de la disyuntiva mayor: ¿Nine Inch Nails o New Order? Mi idea inicial era ver el comienzo de los de Reznor y el final de los ingleses, pero los hits y las ganas de escuchar temas de Joy Division inclinaron la balanza para lo que fue un show desparejo de los mancunianos. En el debe: la lista de temas con los hits mal intercalados; algunos momentos soporíferos, demasiado extensos (586 en especial); y una insólita puesta visual. ¡Apuesto que esos videos son los mismos que usaban hace 30 años! Sino no se puede creer la pobreza estética de lo proyectado, irrisorio para una banda con semejante trayectoria. El que lo vio, podrá comprender esta mención especial a un aspecto extra musical: parecían videos de cumpleaños de 15.

A favor, debo decir que New Order logró una potencia que no esperaba de ellos. Además, los hits mencionados no dejan de ser inapelables; y las revisiones de Joy Division dieron la talla por completo: primero Isolation y para los bises, mientras el 80 por ciento del público se iba (¡ilusos!), grandes versiones de Atmosphere (tétrica y hermosa, de las mejores piezas en toda la noche) y la infaltable Love will tear us apart.
Llegaba el cierre con Arcade Fire. Les tenía toda la fe más allá de que su último disco, Reflektor, aún no me satisface del todo. No sé si es un disco de lenta digestión o sencillamente no lo tragaré nunca; además de que se aleja del dramatismo que presentan los otros tres álbumes.

Y me quedé un poquito con las ganas, nomás: el show estuvo bien hasta ahí. Quizá el problema fue justamente ése, que Reflektor se erigió como el eje de la noche y sentí que el ejercicio tribal del disco, ese costado afrolatino que reemplaza la épica de los álbumes anteriores, aún no llegó a calentar el motor del todo. Recién en Here comes the night time -el anteúltimo tema de la lista- pareció que la polenta rítmica levantaba vuelo, que el bajo tenía otra consistencia y la cosa se encendía; antes, los percusionistas fueron más un elemento decorativo y coreográfico que otra cosa, con poca presencia en el sonido global del grupo, que además fue poco potente en líneas generales.

El trabajo vocal sí me resultó bien explotado, y ahí más que Win Butler -un frontman raro, bastante parco- la estrella de la noche fue la dama, Régine Chassagne. Dieron ganas de escucharla cantar In the back seat. Será la próxima.


Las dos canciones de Neon bible, el disco que menos exploraron, fueron de lo mejor de la noche: quizá allí estuvo el costado más de estadio de una banda que está haciendo la transición de una música teatral y sofisticada al rock de masas. Keep the car running y, en especial, No cars go mostraron un grupo más suelto y fuerte. Si Neighboorhood #3 levantó y rockeó el comienzo del show, The suburbs (la canción) fue una pena, por el bajo volumen y la interpretación excesivamente lánguida y lenta, sin la candidez de pub de la original.

El final con la bowieana Wake up, tan anunciado como emotivo, redimió algunos de los momentos desparejos. Una belleza que parece compuesta para ser cantada por millones de voces. El saludo general y la despedida pedían otro bis, pero a lo largo del festival comprobaríamos que los horarios en el Lollapalooza se cumplen a rajatabla. Los bises no se extenderían siquiera en las bandas que cerraban cada fecha.
Dio ternura el saludo final del Will Butler, el hermano de Win, agradeciendo en reiteradas ocasiones a un público que no pareció tan encendido como para recibir semejante demostración de alegría.

En fin: puede que los hayamos agarrado a mitad de camino. Pero los espero pronto, para ver cómo sigue la trama. Iremos por la revancha: aquí, a lo sumo, ganaron por puntos.

[Fotos: salida de la gente por Fede Cabral; Jake Bugg por Diego Fioravanti; Thomas Mars (Phoenix) por Anabella Nolasco; y Arcade Fire por Tomás Correa Arce].

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