lunes, 24 de junio de 2013

Nothomb, Radiohead y el ruido de los disparos


La escritora japo-belga-francesa Amélie Nothomb publicó en 2006 una novela corta que les recomiendo y devoré en unas pocas horas. Diario de Golondrina (Journal d'Hirondelle, en Argentina fue editada por Anagrama) cuenta en primera persona la historia de un tipo totalmente miserable que se convierte en asesino a sueldo, para ser breves y no tan spoilers (?).

Uno de los detalles del relato es que incluye su propia banda sonora: el protagonista se vuelve fan de la música de Radiohead posnoventas. O sea: Kid A, Amnesiac y Hail to the Thief, los discos que editó el grupo de Thom Yorke hasta salido el libro, son la música favorita del asesino. Nothomb describe a la perfección lo que muchos -no creo ser el único- pensamos de la música del grupo inglés a partir de la década '00. Pero dejo de hablar yo, para que lean ustedes algunos extractos de Diario de Golondrina acerca de Radiohead. Aquí van:

"Todo empezó hace ocho meses. Acababa de vivir una decepción amorosa tan estúpida que ni siquiera merece la pena hablar de ello. A mi sufrimiento había que sumarle la vergüenza del propio sufrimiento. (…) Entonces decidí matar mis sensaciones. Me bastó con encontrar el conmutador interior y oscilar en el mundo del ni frío ni calor. Fue un suicidio sensorial, el comienzo de una nueva existencia.

La música que antes me conmovía ya no me provocaba reacción alguna, incluso las sensaciones básicas, como comer, beber, darme un baño, me dejaban indiferente. Estaba castrado por todas partes. (…)
Lo que activó el mecanismo fue un disco de Radiohead. Se llamaba Amnesiac. El título le iba bien a mi destino, que resultaba ser una forma de amnesia sensorial. Lo compré. Lo escuché y no experimenté nada. Aquél era el efecto que, en adelante, me producía cualquier música. Ya empezaba a encogerme de hombros ante la idea de haberme procurado sesenta minutos suplementarios de nada cuando llegó la tercera canción, cuyo título hacía referencia a una puerta giratoria. Consistía en una sucesión de sonidos desconocidos, distribuidos con una sospechosa parsimonia. El título de la melodía le venía como anillo al dedo, ya que reconstruía la absurda atracción que siente el niño por las puertas giratorias, incapaz, si se había aventurado, de salirse de su ciclo. A priori, no había nada conmovedor en ello, pero descubrí, situada en la comisura del ojo, una lágrima.

¿Acaso era porque hacía semanas que no había sentido nada? La reacción me pareció excesiva. El resto del disco no me provocó más que un vago asombro causado por cualquier primera audición. Cuando terminó, volví a programar el track tres: todos mis miembros comenzaron a temblar. Loco de reconocimiento, mi cuerpo se inclinaba hacia aquella escuálida música como si de una ópera italiana se tratara, tan profunda era su gratitud por, finalmente, haber salido de la nevera. Presioné la tecla repeat con el fin de verificar aquella magia ad libitum.

(…) Después comprendí: lo que en adelante me conmovía era lo que no se correspondía con nada común. Si una emoción evocaba la alegría, la tristeza, el amor, la nostalgia, la cólera, etc., me dejaba indiferente. Mi sensibilidad sólo se abría a sensaciones sin precedentes, aquellas que no podían clasificarse entre las malas o las buenas.


(…) En el pasado, cuando quería liberarme de una chica que me poseía, recurría a un método temible: estudiarla de memoria. (…) Las únicas chicas que inspiran un amor incurable son aquellas que han conservado la increíble complejidad de lo real. Existen en una proporción de una entre un millón.
Liberarse de una música resulta igualmente difícil. Aquí, una vez más, lo saludable pasa por la mnemotecnia. ¡Pero a ver quién se aprende de memoria aunque sólo sean los solos de bajo de Radiohead, que apenas constituyen una capa de misterio! Con los auriculares puestos, me aislaba en una especie de arcón sensorial en el que escuchaba una y otra vez los discos Amnesiac, Kid A y Hail to the Thief. Aquello actuaba como una jeringa que me inoculaba sin solución de continuidad la droga más placentera. Cuando me quitaba los auriculares para ir a matar, mi juke-box cerebral no cambiaba de programa.
No era un sonido de fondo, era la mismísima acción. Asesinaba en perfecta armonía con ella.

(…) Algunos son bastante desafortunados a la hora de encontrar el amor de su vida, el escritor de su vida, el filósofo de su vida, etc. Sabemos en qué clase de viejos chochos no tardan en convertirse.
Me había ocurrido algo peor: había encontrado la música de mi vida. Por sofisticados que fueran sus discos, Radiohead me embrutecía todavía más que las patologías antes citadas. Me horroriza la música ambiental, en primer lugar porque no existe nada más vulgar, y en segundo lugar porque las más hermosas melodías pueden parasitar la cabeza hasta el punto de convertirse en sierras. No existe amor ambiental, literatura ambiental, pensamiento ambiental: existe el sonido de fondo, esa estridencia, ese veneno. Sólo el ruido de los disparos subsistía en mi prisión acústica".